Todos los momentos contigo, Sebastián Crepúsculo, fueron una ronda de niños desfilando en la nevera del invierno 79. Las estrellas enamoraban nuestras cúpulas de cielo, cuando la noche era larga en las historias de terror, cuando en la noche oscura el canto acariciaba la palabra como fuego eterno.
Solía ser perfecta cada mañana, azul y flotante. Solía amanecer suavemente para que la danza del tiempo no nos sorprendiera. Alguna vez nos sorprendió la fiera del adiós irremediable.
Debían ser inmóviles los días en la calle. Cuando todo debía estar quieto no lo estaba. Nunca un buen recuerdo será el mismo.
Nuestro amor era el sol derramando mercurio sobre el mar que contemplamos tantas veces. Nuestro amor existe aún sobre los árboles. Es una fruta dulce, es una fiesta.
La fantasía dialogaba sobre tu cuerpo. Siempre se robaba el último beso antes de partir para la cena. La fantasía no se detuvo jamás. Cabalgó de alguna forma buscando el modo infantil de conquistarte.
Tu ventana, Sebastián Durmiente, siempre bostezaba conmigo. No era terrible esperarte porque yo conocía tus sueños de pájaro lunar. Por la tarde juntos, el juego de los niños comenzaba con tu grito de guerra. Verdadera libertad la que danzábamos en las veredas. Siempre encontrábamos el lugar perfecto para sortear nuestras manos imaginando el universo, para tocarnos sin piedad hasta bebernos, para amarnos quizá de un modo ajeno que hoy persiste en flor, en deuda, en la purísima levedad de tu presencia.
Al final todo concluía con el silencio. Eran las manos, los ojos, los labios perdidos. Éramos mucho más que patear una pelota, los dos interminables en el barro, éramos de tierra (fragilidad de tierra), éramos la luna, el encuentro, el primer deseo incomprendido, el incendio.
Cuídate de la tormenta, Sebastián Granizo. Allá afuera hace frío y el viento sopla suavecito como una flecha en las orejas. No digas nada. No escuches nada. Los corazones limpios siempre esperan que amanezca. Hoy déjate abrazar por el silencio. Silencio, Sebastián, silencio.
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